Narrar es un don. Imaginar una historia, articular de forma progresiva su contenido dotándolo de una estructura interna que facilite a cada lector el orden lógico-psicológico de la trama resulta imprescindible para hacer brotar la inteligibilidad y la emoción. Pues bien, tales exigencias no se hallan
al alcance de cualquiera. Por supuesto que hay pautas, trucos y hasta triquiñuelas derivadas del oficio de la escritura, complementarias a mi modo de ver, que también intervienen en el proceso creativo literario y en su resultado final. Mas la verosimilitud de una narración y el grado o nivel de emoción presentes en el texto, son un milagro que se realiza de manera inesperada en contadas ocasiones, casi casi por arte de magia y ensalmo. Por eso lo hemos denominado don. Quizá – también – escribir tenga algo o mucho de intuitivo y de sagacidad. Lo ignoro. Mas para afrontar con éxito la tarea literaria primero hay que nacer con la vocación del lenguaje dentro de la sangre; el resto podría decirse que es cosa de añadidura. No lo sé.
Por esas latitudes de la creatividad literaria camina Antonio Gutiérrez, con su bagaje de sueños y palabras al hombro, e iniciando su periplo como narrador de largo recorrido en el paisaje tan difícilmente explicable de la literatura. Ya proporcionó a sus lectores una satisfactoria primera muestra con la obra “Oak, Vivencias de un Agente Forestal”, tan ceñida al contexto de su experiencia laboral y profesional. No obstante, el más difícil todavía abrió de par en par las puertas de su imaginación y, tras su “opera prima”, comenzó a perfilar e hilvanar una historia conmovedora con un extraño e inquietante título: Cariyárbur. Tan frenético ritmo de producción da pie para formular la siguiente interrogación: ¿Qué meta se ha propuesto alcanzar Antonio Gutiérrez con la escritura? ¿A dónde quiere llegar y en cuánto tiempo?
Porque durante el proceso de la creación literaria los días suelen ser siglos de intensidad vital que solamente determinados corazones logran soportar sin manifestar síntomas de extenuación y/o desaliento. Tengo para mí que Antonio Gutiérrez se halla en posesión de uno de esos corazones forjados en la lucha diaria entusiasmada y capaz de alcanzar el roce del fulgor de las estrellas con sus manos. Ya los clásicos latinos acuñaron en la siguiente sentencia cuanto precede: “per aspera ad astra”, esto es, por la dificultad hacia las estrellas. Tal debe ser a mi modesto juicio la ruta que inició Antonio Gutiérrez con el primero de sus libros, cuya segunda etapa del recorrido da comienzo ahora con la narración que,
lector, tienes entre tus manos.
APROVECHAR DELEITANDO
Mas Antonio Gutiérrez no olvida un solo instante su vocación apasionada a favor del medio ambiente natural y sociocultural en que desarrolla su existencia y actividad la especie humana. De manera que prefiere dar rienda suelta a su instinto narrador a través de relatos que propongan a la Naturaleza como protagonista argumental de su escritura. Los restantes personajes presentes en Cariyárbur, aparentemente dotados de entidad protagonizadora, a la postre devienen en figuras ancilares del verdadero sujeto argumental: la Naturaleza, expresada en su infinito gradiente de atributos: conocimientos, sensaciones, emociones, valores, y un largo etcétera. Por eso Antonio Gutiérrez, quizás sin saberlo, ha echado mano del axioma horaciano “utile dulci” (aprovechar deleitando) y progresivamente va configurando una trama novelesca muy bien urdida y secuenciada para trasladar al lector multitud de claves científicas, tecnológicas y de raigambre popular que operan en lo profundo con un suave e imperceptible toque de didactismo de muy gratos efectos en cuanto a provecho y disfrute,
al haber sabido dosificar juiciosamente sus proporciones.
Así pues, el lector, además de la bien articulada trama (parámetro esencial de la acción narrativa), se encuentra metido de lleno en una atmósfera de conocimientos geológicos, botánicos, forestales, gastronómicos, etnográficos, paisajísticos, geográficos…, que enriquecen el texto y amenizan la lectura. Todo ello viene a poner de manifiesto la concienzuda tarea de documentación llevada a cabo por Antonio Gutiérrez en la fase previa a la escritura del texto original. Una investigación meticulosa, efectuada con
las herramientas más avanzadas de la tecnología digital, que contribuyen de manera altamente eficaz a proporcionar no sólo verosimilitud al relato sino incluso credibilidad, aspecto éste último
tan infrecuente de encontrar en los artificiales territorios de la literatura.
LLÁMAME VIENTO
Otra sorpresa encomiable aguarda al lector de Cariyárbur sutilmente agazapada entre las páginas. Se trata de los impulsos líricos que atesoran numerosos pasajes del relato, ora descriptivos, ora reflexiones matizadas o diálogos en flor, en los que surgen, de pronto, refulgentes chispazos emocionales que elevan
el tono de la prosa a una altura de muchos quilates poéticos.
Son esas salpicaduras intensas que posee el lenguaje cuando interiormente se le dota de una fuerte carga expresiva y explosiva. Una delicia altamente remuneradora y gratificante.
Cierto es que el clímax de la fabulación que recoge Cariyárbur en la primera parte, se presenta muy favorable para estimular los nobles sentimientos del lector y avivar en él el fuego de la imaginación febril y evocadora. Una imaginación capaz de transportar con pasmosa facilidad y rapidez desde el tiempo legendario que evoca la historia narrada hasta el aquí y ahora en la vida de cada lector actual. Prefiero silenciar en estas líneas las múltiples citas que se encuentran en el texto, para que el lector descubra por sí mismo estas alusiones y evocaciones sensibles de una radiante explosividad lingüística y emocional.
CARIYÁRBUR Y EL CINE
Mas, llegados a la segunda parte, la novela cambia de registro expositivo y, de repente, el clima de ensoñación y misterio anteriormente expuesto se ve sustituido por el comienzo de una intriga que pone en diálogo de búsqueda a los dos polos tradicionalmente enfrentados a lo largo y ancho de la historia de la civilización humana: la verdad científica y la leyenda. Derivado de ello surge la necesidad de establecer una nueva voz y un hilo narrativo capaz de hilvanar cuantas indagaciones van saliendo a flote a medida que avanza el desarrollo de la acción. En el diccionario panhispánico de la Real Academia Española
(R.A.E.) en la entrada “thriller” se lee: “obra literaria (o cinematográfica) que suscita expectación por conocer el desenlace”.
Exacto: Cariyárbur es un thriller con todas las de la ley; pero un thriller bastante inusual, porque en vez de tratar de descubrir a un asesino, a los culpables de un delito de alta traición, algún psicópata que tiene aterrorizada a una ciudad… aquí se trata de devolver la salud “científica” a un muerto legendario con forma de árbol. El salto cualitativo resulta sorprendente, magnífico. ¿Cómo ha sabido hacerlo Antonio Gutiérrez? Nada extraño resultaría a mi juicio que si algún director de cine conociera Cariyárbur tratara
de filmar su contenido tan sugerente para proyectarlo en toda suerte de pantallas y de público. Suspense no va a faltar. Porque la leyenda de Cariyárbur posee vigor narrativo, originalidad, dinamismo, interés y sorpresa. ¿Quién da más?
Por todo lo cual, felicidades a Antonio Gutiérrez que, con Cariyárbur ha comenzado a caminar con indudable firmeza y éxito por una de las espirales más apasionantes de la literatura.
Santiago Corchete Gonzalo
Prólogo de Cariyárbur